Cuentan de un hombre que se encontró en el campo, cerca de la cordillera de los Andes, un huevo muy grande.
Nunca había visto nada igual. Decidió llevarlo a su casa.
-¿Será de avestruz? preguntó su mujer
- No, es demasiado abultado- dijo el abuelo.
- ¿Y si lo rompemos? propuso el ahijado.
- Es una lástima. Perderemos una hermosa curiosidad- respondió la abuela.
- Miren, en la duda, se lo voy a colocar a la pava que está incubando los huevos.
-Tal vez con el tiempo nazca algo- afirmó el paisano. Y así lo hizo.
Cuenta la historia que a los 15 días nació un pavito oscuro, grande, nervioso, que con mucha avidez comió todo el alimento que encontró a su alrededor.
Luego miró a la madre con vivacidad y le dijo entusiasta:
-Bueno, ahora vamos a volar.
La pava se sorprendió muchísimo de la proposición de su flamante crío y le explicó:
- Mira, los pavos no vuelan. A tí te hace mal comer rápido.
Entonces todos trataron de que el pavito comiera más despacio, el mejor alimento y en la medida justa.
Pero el pavito terminaba su almuerzo o su cena, su desayuno o merienda y les decía a sus hermanos:
- Vamos muchacho, ¡a volar!
Todos los pavos le explicaban nuevamente:
-Los pavos no vuelan. A ti te hace mal la comida.
El pavito fue hablando más de comer y menos de volar y creció y murió en la pavada general.
¡Pero era un cóndor! Había nacido para volar hasta los 7.000 metros de altura ¡pero como nadie volaba!
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El riesgo de morir en la pavada general es muy grande. ¡Como nadie vuela!
Muchas puertas están abiertas porque nadie las cierra, y otras puertas están cerradas porque nadie las abre.
El miedo al golpe es terrible, pero la verdadera protección está en las alturas.
Especialmente cuando hay hambre de elevación y buenas alas.
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